Ida y vuelta

domingo, marzo 19, 2006

Viernes por la noche

Estoy lo suficientemente bebido como para no poder concentrarme en dormir. A las cuatro y media de la madrugada y acurrucado en el asiento de la marquesina, el frío tampoco ayuda a hacer más llevadera la espera, que se está prolongando más de media hora. En un momento en que abro los ojos, veo que una amiga se acerca hacia mí. No hay muchas ganas de conversación, las palabras y los temas salen automáticamente, y pronto estamos los dos acurrucados en el asiento aguardando la llegada del búho, intentando cerrar los ojos durante un tiempo. Por fin llega el vehículo y subimos.

La mayoría de gente que te encuentras un viernes por la noche en un autobús son jóvenes que vuelven a casa tras una dura jornada de diversión. Curiosamente, son pocos los que parecen borrachos. Normalmente hay un grupo de cuatro tipos que se preocupan en hacer ver que ellos sí son graciosos. También hay individuos que no sabes bien lo que pintan aquí: gente que quizá viene o va a trabajar, o que acaba de venir de viaje, o un montón de cosas más. A quién le importa. Son unos obscenos: están fuera de la escena, no pertenecen al contexto de viernes por la noche. El resto de gente, los jóvenes que han salido por ahí y a los que les ha llegado la hora de recogerse esperan pacientemente o siguen contándose las historias de esa noche, o de su vida. Más de una vez te encontrarás a un chico y una chica, o dos chicas, raramente a dos chicos, reflexionando sobre el amor con una calma y una quietud también obscena. A quién le importa: yo sólo quiero llegar a mi casa y que se me pasen los efectos del "emborráchate con Smallville", que me impiden fijar mi atención en algo más allá de mi propio entumecimiento.

Mi amiga y yo nos hemos sentado en los asientos al lado de la puerta de salida. La conversación sigue, aunque sin tanto frío, como durante la espera: inapetente aunque con cierta voluntad fática, para hacernos saber el uno al otro que estamos allí. En vano: pronto ella se duerme, dejándome a mí intentándolo.

La cosa transcurre con quietud, casi como si se tratara de una procesión, de algo muy serio. Será mi propia incapacidad de reacción. En los asientos al otro lado de la puerta de salida un tipo con una americana negra y el pelo engominado saca la cabeza al pasillo, dejando al instante un regalito para los que pasen por ahí. Cuando acaba la purificación interior, se levanta y se coloca con la cabeza gacha junto a la puerta, en las escalerillas. De espaldas a mí, espera pacientemente a que su cuerpo acabe de eliminar cualquier resto de materialidad en su interior. Pero parece haber exceso de saliva y nada más. Cuando es consciente de que la tranquilidad ha vuelto a él, regresa a su asiento y como si nada. Continúa la espera paciente en su asiento después de la "inesperada" interrupción. Su colega ni siquiera le ha mirado para ver qué tal le va.

Tranquilo amigo, nadie ha visto nada.


(siento haber tardado tanto en poner un nuevo texto, pero la culpa no era mía sino de mi pereza)