Ida y vuelta

domingo, diciembre 18, 2005

Sopa de albondiguilla

Iba yo con mi guitarra a cuestas, intentando un buscar un sitio en que quepamos los dos. Buscaba uno de los asientos del centro, que tienen más espacio. Al llegar allí, de los dos de la izquierda, estaba ocupado por un hombre el que daba al pasillo. Por no molestarle, me senté en uno de los derecha, con un tipo que iba en uno de esos clásicos chándals grises de mercadillo. Y el espectáculo comenzó: el tío éste empezó (quizá lo iba haciendo antes, pero no me di cuenta) a hurgarse la nariz. Estas cosas me ponen muy nervioso, no ya solo por cuestiones de higiene sino por educación: no le importaba tener a alguien al lado, sin ningún recato se andaba en la nariz con una técnica depurada por la práctica que consistía en meter el dedo, sacarlo, hacer rápidamente una bolilla con lo extraído usando sólo índice y pulgar, y acto seguido lanzarla despedida al espacio. Tuve tiempo para fijarme en su técnica, ya que el tipo no paraba de utilizarla.

Supuse que enseguida dejaría, para mi tranquilidad, de hacer prospecciones nasales. Pero no: el muy cabrón incluso agarraba de vez en cuando una pelotilla grande y pegajosa, de tal manera que en vez de lanzarla despedida al espacio (rogaba por Dios que tuviera buena puntería y no se le escapara) la pegaba en el asiento de delante. Hacía tiempo que no sentía un odio tan acentuado hacia alguien, que iba incrementándose con cada introspección, y de hecho empecé a enumerar mentalmente la lista de improperios que iba a soltar, aunque estaba decántandome por decirle simplemente que me estaba poniendo nervioso con el jueguecillo cuando el bus paró y vi que había dos asientos libres juntos, para mí y mi guitarra. Sin pensármelo dos veces, me lancé hacia ellos. El tipo me echó una mirada desprovista de interés alguno y siguió a lo suyo.

Desde mi nueva posición, ya más tranquilo, pude observar a lo lejos que ni mucho menos era una actividad pasajera la de este sujeto. ¿Cuánto tiempo calculáis que un hombre puede estar hurgándose la nariz sin que ésta se erosione por el desgaste? Tales portentos no suelen verse mucho estos días, y sin embargo seguro que no era consciente de estar cumpliendo un récord: el viaje duró media hora, durante la cual no dejó de meterse el dedo en la nariz ni para respirar, que supongo que lo haría por la boca. Tan abrumado me quedé que incluso ahora me da algo de reparo rascarme mi naso.

martes, diciembre 13, 2005

Gente civilizada

Esta mañana hacía un frío del carajo. Frío seco y viento, el mortal enemigo de las orejas desprotegidas. Ante una situación tal, lo único que quieres es recogerte en la soporífera pero irresistible calefacción del autobús (Dios, no sé cómo no repetirme tanto con esta palabra) y dejar que tus gafas se empañen mientras encuentras un asiento donde acurrucarte. Pero coño, el bus de hoy tardaba.

Pero por fin, éste llegó, no sé si a su hora (tras más de cinco años cogiéndolos, todavía no sé muy bien cuál es su horario), pero eso ya no importaba. Sin embargo, no abrió la puerta. La ordenada fila comenzó a tomar una forma circular, y entonces pude acercarme y ver lo que pasaba: el condcutor, el autobusero, estaba hablando por el móvil. Uno de los habituales en mis viajes, cuya profesionalidad parecía estar fuera de toda regla, hablando por el móvil y con la puerta cerrada. Tan sorprendidos y congelados que estábamos que sólo se alzaban tímidas voces de incomprensión. Una mujer se reía y dijo: "definitivamente, hoy voy a llegar tarde al trabajo".

Los segundos (minutos, horas) pasaron, hasta que por fin, el autobusero se levantó, abrió la puerta y dijo a todo el mundo que se bajara del vehículo. Cojones, más gente a la cola. Acto seguido, cerró otra vez las puertas y se fue, seguramente a talleres.

Confiados en que otro coche llegaría a rescatarnos de nuestro stand-by involutario, esperamos segundos, minutos. Pasó un bus, pero estaba fuera de servicio, se largó. Entre la gente que estábamos esperando, la que se bajó del averiado y la que se unía conforme pasaba el tiempo, era difícil que algún transeúnte pudiera atravesar la acera. Al rato llegó por fin el ansiado rescate. ¿Rescate? Simplemente el siguiente en horario, con sus pasajeros sentados, dispuesto a ocuparse de las decenas de personas que se acumulaban en la parada. Obviamente, bastante gente se tuvo que quedar fuera. Los que entramos, casi todos de pie, nos colocamos lo más atrás posible para que cupiera la mayor cantidad de personas posible.

Lo curioso es que en ningún momento se formó una turba indignada exigiendo cabezas a grito pelado, cuando tenía todas las papeletas para que así fuera.