Ida y vuelta

lunes, mayo 29, 2006

¿Integración?

El sábado dio de sí: mientras en la cola un tipo se cortaba alegremente las uñas y luego en el asiento de al lado una mujer leía folletines religiosos, otra cosa más llamó mi atención. Tras unas cuantas paradas durante el camino, se pusieron delante de mí varias parejas con un común denominador: ninguna hablaba español. La primera eran un hombre y una mujer, probablemente europeos del este. Esta es una definición muy genérica, ¿verdad? Europeo del este puede ser desde un estonio, un letón o un lituano hasta un rumano, un búlgaro o un serbio. Estos "europeos del este" parecían ser más bien del sureste, ya que tenían unos rasgos más mediterráneos. A su lado, dos mujeres negras hablaban en un idioma inidentificable pero bastante diferente al de los anteriores. Y al poco entró una joven que, aunque morena, esta vez sí tenía rasgos de la "Europa del noreste" (he de decir, por imperativo moral, que la chica estaba tremenda), acompañada de una niña.

Y he aquí la reflexión: juntos pero no revueltos. ¿La inmigración realmente enriquece las sociedades? No lo niego, pero a partir de hoy no me parece tan evidente como me lo parecía antes. Cada grupo de inmigrantes se junta con los suyos, comparte su cultura con los suyos, y poco más. Me acuerdo de Estados Unidos, que es un país puramente de inmigrantes pero sólo un grupo de sus descendientes se sienten verdaderamente americanos: los anglosajones. Estados Unidos está hecho a base de irlandeses, y el resto (africanos, italianos, etc. e incluso los verdaderos americanos, los nativos que vivían allí antes) son adyacentes e intentan mantener su cultura sin ser absorbidos por la anglosajona imperante.

Aquí están viniendo muchos inmigrantes, pero ¿veremos algún día a un polaco haciendo una paella? No quisiera pensar que lo único que nos ha traído la inmigración han sido los kebabs, pero cada vez creo menos en la integración y más en el "juntos pero no revueltos". Es comprensible que cada grupo étnico quiera preservar su cultura, pero esto se hace a base de destacar lo que de diferente tienen del resto. Vías de fusión y de convergencia de culturas hay, pero son muy pocas en comparación con la cultura "pura", la mezcla no existe sino una especie de ósmosis que filtra elementos a duras penas. Las tres parejas que estaban delante de mí se diferenciaban por los rasgos, por el idioma, por la forma de vestir: a simple vista podía parecer que todos estaban juntos y que en cualquier momento pueden interactuar, pero una barrera invisible construida a base de años y kilométros da poca esperanza para ello.

domingo, mayo 28, 2006

Marketing espiritual

Esperar en un sitio hace que nos fijemos en el resto de la gente. En lugar de ir a lo nuestro, caminar rápidamente por la calle y ver caras que al instante se han perdido de vista, la espera hace que, a falta de algo mejor, podamos mirar más detenidamente al resto de personas que vienen y van o que simplemente esperan como tú. El cotilleo se hace inevitable a veces: si alguien lee un periódico, o un libro, o un simple folleto, tratas de averiguar de qué va al menos. La mujer que estaba a mi lado tenía un folletito que a primera vista parecía uno de esos que te dan los testigos de Jehová cuando caminas por la calle, se presentan con una sonrisa, te preguntan "¿te gusta leer?" o alguna generalidad parecida a la que sueles responder con desgana y ellos aprovechan para endosarte sus revistillas. Pero la mujer a mi lado leía atentamente el papel: de hecho, creo que lo había sacado del bolso. Lo único que pude leer fue el encabezamiento: "Cómo curar la depresión". ¿Es posible que, visto que con las antiguas técnicas no conseguían mucho (todavía me acuerdo de eso de que el mundo estaba colgando de un hilo y si no rezábamos se rompería) se hayan adueñado del patrimonio propio de los libros autoayuda para vendernos lo mismo de siempre? No creo que la solución a la depresión (a las depresiones) esté en un folleto, pero la mujer leía con atención.

Más tarde, en el bus de vuelta, la mujer que se sentó a mi lado (no, no me senté con el tipo de las uñas) tenía un libro en las manos. Nada anormal, todo el mundo lee, así que no presté mucha atención. Hasta que sacó una biblia, que además era una edición de 1960 de no sé qué tipo, según ponía en la tapa. Abrió la biblia, leyó unos versículos (me parece que estaba en el libro de los Salmos), la volvió a guardar y siguió leyendo el otro libro, que ya me empezaba a interesar. Al poco conseguí ver cómo se titulaba: Cuando lo que hace Dios no tiene sentido, y estaba escrito por un tal doctor Dobson (¿doctor en qué?). Extraño. Un vistazo más atento, cuando me fue posible, y pude ver en la portada un antetítulo escrito con letra muy pequeña, que conseguí descifrar como "Afianzándose en su fe con". Y me hizo gracia, recordé un libro que encontré una vez perdido en mi casa del pueblo, sobre la teoría de la evolución, con muchos dibujitos, en el que demostraban "científicamente" que era falsa, que era un invento para alejarnos de Dios, y que incluso el propio Darwin la había casi rechazado en favor de Dios. Me entraron ganas de leer ese libro, seguro que es un claro ejemplo de masturbación espiritual.

Hace ya bastante tiempo escribí aquí sobre una mujer que llevaba una camiseta que ponía "Encuentro con Dios: pregúntamente cómo". Tanto ella como las dos que he mencionado eran de mediana edad, no llegarían a los 40 años, y tenían rasgos suramericanos.

sábado, mayo 27, 2006

Más seres odiables

Es un tipo joven, negro, con sus gafas de sol y su ropita chula. A primera vista no parece que pueda resultar uno de esos personajes que te gustaría matar por no respetar las normas implícitas de convivencia durante la espera del bus. Pero desde un principio lo hace: es de esas personas que no sabes si hacen cola o sólo "pasaban por allí", se colocan a dos metros del que está delante y no se dan por aludidos cuando por detrás de ellos hay una fila de gente apretujada, hacen como si no existiera y comienzan a pulular por su pequeño territorio, sin importarles la cola pero ojo que sí están esperando el bus, como todo el mundo. Pero evidentemente este amigo no estaría aquí sólo por eso (hay demasiada gente así); es más, ese hecho es comprensible, disculpable e incluso justificado: seguramente no querría que el tipo que tenía delante se comiera los cachos de uña que saltaban tras ser separados de los dedos por un cortauñas implacable.

El chaval estaba ahí, dale que te pego, parecía muy concentrado. Yo también lo estaba, en una revista que tenía entre manos, hasta que el sonido de uñas saliendo disparadas como proyectiles llamó mi atención. No podía ser verdad, me resistía a creerlo. Tenía que comprobar que era cierto (maldita curiosidad), así que intentaba echarme a un lado y girarme, poniendo en peligro mi integridad física ante la previsible lluvia de esquirlas de queratina. Por suerte, ahora el tipo estaba limándose las uñas, un enorme pulgar negro con una uña rosada en el extremo y astillitas blancas en el borde. Da grima, sí, decídmelo a mí. Efectivamente, vi en su otra mano el instrumento fatal, con lo que mis sospechas se corroboraron.

Lo más curioso de todo es que el tipo de vez en cuando echaba miradas, como vigilando que no nos diéramos cuenta de lo que estaba haciendo. Incluso poco antes de que abrieran la puerta del bus se despegó un poco de la fila y dio un pequeño paseo por ahí, probablemente para rematar su trabajo. Enseguida regresó triunfal para meterse en el autobús y aquí no ha pasado nada. Eso sí, seguro que nadie le miraría por tener las uñas largas.

viernes, mayo 19, 2006

Blitzkrieg torito bravo can't skate

La jaqueca me hace odiar a todo cuanto siento cerca. Simplemente quiero llegar a mi casa lo más pronto posible. Apoyo la cabeza en mi mano, y mi mano en la ventana (truco para evitar las vibraciones), cierro los ojos y espero; por suerte, nadie se ha sentado a mi lado. Aunque no es mucho alivio para las migrañas, mejor así.

En poco tiempo, mi gozo en un pozo. Del desfile de viajeros por el pasillo uno al final no se lo ha pensado dos veces y se ha sentado a mi lado. Y encima tiene cara de italiano. No me preguntéis por qué, a lo mejor es porque la primera canción que salió de su mp3 y que todo el mundo alrededor podía oír clarísimamente era Venecia, de Hombres G. Castaño tirando a rubio el pelo que le tapa las orejas, barbilla prominente, vaqueros raídos y una camiseta blanca con un dibujo en blanco y negro el plan cómic, una chica diciendo "oh! my boyfriend can't skate!" o una chorrada pop de ese tipo. Verdaderamente odioso.

Le odio, le odio, le odio. Seguidamente en sus auriculares y alrededores ha sonado el Torito bravo de Manolo Escobar. Estupendo. Se creerá moderno el muy... dios, qué jaqueca de perro. Y además hace calor, no noto el aire acondicionado, mejor, porque a veces es peor que el calor, aunque por lo menos te libras del ambiente cargado de diversos olores que invaden los buses por estas fechas. Pero es que le tipo parece feliz y todo, ahí, con los ojos cerrados. Ahora suena Blitzkrieg bop de los Ramones. El tipo no se da cuenta del resto de gente que vive a su alrededor: a lo mejor sólo puede percatarse de la gente guapa y por eso cree que está solo. Y en este instante se cambia de canción y pone algo de hip hop que no consigo descifrar.

Mi parada. Como siempre, espero a que el autobús pare del todo, le hago una seña y le digo algo que ni siquiera yo oigo. El tipo se levanta y me deja pasar, y hecho un último vistazo; sí, pone "my boyfriend can't skate". Cómo odio la cultura pop.

lunes, mayo 01, 2006

Los buses de Marrakech

Posiblemente si no conociera bien las idas y venidas de los autobuses de la EMT y de los interurbanos, calificaría las aglomeraciones frente a las puertas de los viejos mastodontes que hacen su ruta por Marrakech como propias de un país en desarrollo. Pero las marquesinas de la ciudad ocre son mucho más bonitas, te llegan a hacer agradable la espera, verdes y sobrias pero amplias y con los arcos típicos de la cultura islámica. Es ya tarde y el sol, a punto de desaparecer por entre los edificios más altos que rodean la Medina, colorea el cielo de las tonalidades de sus fachadas, de color salmón, un salmón terroso. 3 dirham el viaje y pasamos dentro.

En el interior, el autobús es un festival de ruidos, de crujidos que denotan la edad de estos vehículos, con varias décadas a sus espaldas y su encanto de diseño antiguo, vintage, que dicen. El timbre de "parada solicitada" no funciona, la gente tiene que golpear con la palma de la mano cerca de la puerta de salida para hacer saber al conductor, entre toda la maraña de ruidos del bus y de conversaciones de la gente, que se quiere bajar. A veces se detiene en una marquesina, a veces en plena calle sin verse ninguna señal de parada de bus, en ocasiones incluso en medio de una rotonda. Típico del caos de Marrakech: no sabes ni dónde ni cuándo tienes que cruzar las calles, ni dónde ni cuándo se para el bus o el taxi. Pero pronto se aprenden las reglas del juego urbano, no tan diferentes de las nuestras de lo que pueda parecer a simple vista.

Nuestro viaje se acaba. Unos golpes bien dados en algún lugar hueco, el conductor frena en una esquina despejada y comenzamos a bajar. Salimos de todos los rincones del vehículo, abriéndonos paso ante la gente, en la semioscuridad, pues la luz verdosa de su interior es insuficiente, una luz fría que encaja perfectamente en el apagado cielo del crepúsculo donde se pierde tras reanudar el conductor la marcha. El festival de ruidos y vida se aleja, con esfuerzo de vehículo viejo pero con seguridad, por las anchas calles de esta ciudad caótica y calma.